miércoles, 11 de noviembre de 2009

De Yarumo en Yarumo


PRESENTACIÓN


Entre crónicas y cuentos, Luis Guillermo Peña Restrepo nos entrega en la obra De Yarumo en Yarumo , sus esfuerzos periodísticos por abordar pasajes históricos que reviven personajes y acontecimientos, consagrados o no por las glorias del bronce y los pergaminos, pero inmortalizados siempre en la memoria individual o colectiva por vía de los afectos, de los recuerdos, de las tragedias y, paradójicamente, de los olvidos.

Estas páginas rememoran con tinte y donaire el histórico momento en que Francisco Díaz Granados, integrante del Club de los Amigos, descubre y rescata en el maestro Francisco Antonio Cano el prodigio de sus manos brujas para las artes plásticas. Nos evocan el recinto de los alienados, de Bermejal, donde las musas danzaban en rito hechicero alrededor del numen siempre cuerdo de Epifanio Mejía, el poeta rubio de poemas dorados. Nos interna entre trochas fangosas con fresco olor a mortiños y guayabos y con reposo de fondas camineras, intransitables rutas vencidas por la tenacidad de una raza de titanes que arriaba con placidez el progreso cuando -entre cargas y aperos- conducía sus recuas de mulas. Estos rústicos caminos vieron ganar la apuesta del magnate Marco Antonio Restrepo Jaramillo quien, superando cualquier Record Guinness, cubrió a galope, entre atajos y senderos, la distancia de Yarumal a Medellín en trece horas y media.

Estos canalones y caminos de herradura se transformaron luego en la carretera troncal por donde hoy, gracias al milagro de los vehículos automotores, trajinan los hombres ataviados de afanes y temores... Y nos sorprende con el testimonio de la llegada del primer carro a Yarumal, “El Simpático”, que no llegó en carro sino a lomo de mula, desarmado como el mejor rompecabezas. Surgiría así una nueva ocupación en el pueblo de los yarumos plateados: la de conductores, entre cuyos nombres se prenden a la memoria los de Pericles Carnaval y Neira, Patalán y La Manteca.

Luis Guillermo nos lleva de la mano por espacios conocidos: por la calle San Mateo y su fatídico incendio de 1927; por las calles y carreras centenarias y el porqué de sus denominaciones ocurrentes, que se resisten al olvido de las nuevas generaciones; por entre la nostalgia de las aulas y patios de una escuela de pisos entablados y tapiales de barro, que ya no funciona en la misma antigua casona, pero sigue en pie en la memoria y en el corazón de una muchachada que aprendió allí –como el autor- sus lecciones de ciencia y disciplina; por la solemnidad de la Semana Santa -afamada estampa de Yarumal en Antioquia de entre las muchas heredades de la Colonia-, mirada por dentro y por fuera del cortejo... ¡Todavía se siente el aroma del incienso y se escuchan los comentarios profanos de mujeres cubiertas con mantilla, o las impertinencias de un niño que indaga por la representación de los sagrados pasos!

Y de esta hidalga ciudad nos retrotrae las pinceladas del Hermano Manuel quien fue capaz de poner hablar a Yarumal en primera persona para referirnos en tono poético la memoria evocadora de su fundación, mirada en retrospectiva desde el sesquicentenario del acontecimiento. Nos refresca el patriotismo con la gesta heroica de Pedro Justo Berrío en la Batalla del Dos de Enero de 1864, librada en plena plaza principal, y con la cual se consolida el Estado Soberano de Antioquia, gesta que fue llevada al verso épico por Epifanio Mejía, el paladín de la libertad.

Estas páginas nos dejan escuchar el redoblar de tambores para anunciar el bando con el cual se inauguró en el Yarumal de 1877, el telégrafo, un instrumento -para entonces mucho más moderno que la fibra óptica, la Internet y la comunicación satelital- que permitía a los yarumaleños conquistar el mundo a través de un mensaje cifrado en pausas, puntos y guiones que traducían albricias y notas funestas, avisos de negocios o de visitas, recatados sentimientos de amor o dramáticos mensajes como aquél telegrama mediante el cual un desesperado joven, desde la “Sultana del Norte”, solicitó a su madre, en Medellín, que “Mande plata o reclame calavera” .

Y Luis Guillermo Peña da cuenta también de personajes inadvertidos como la muy longeva esclava Jacinta, quien fue sirviente del próspero comerciante don Sebastián Mejía; de Tobías Cuartas López quien encaba su pluma para hacer fintas con los versos, y de “Paola”, una hermosa niña guerrillera, a quien el autor conoció en un cubrimiento especial de tipo periodístico, y le dejó tatuado en el alma el dulce rostro de un ángel que cambió sus peluches por fusiles.

Pero mucho más allá de la historia, nos entrega también su recurso literario que, alejado de los cánones clásicos, le permite tomar para sí el uso de todas las licencias, beber en las fuentes del pasado episodios reales y fundirlos en la fragua de la ficción para modelar narraciones -más propiamente estatuas literarias-, cuyas imágenes discurren tan ricamente descritas, que permiten al lector convertirse en el director de la película que rueda por su mente, y sentir el esplendor de las escenas con la misma fidelidad, con que su pluma renovó la pátina con novísimos colores envejecidos.

Sus personajes confunden la verdad de los hechos con la mentira de sus nombres. O lo contrario. A veces la ortodoxia lo lleva a conservar nombres de pila, pero en muchas ocasiones, su crítica incisiva rocía con agua bendita -o con pintura a base de aceite- las cabezas de los protagonistas. De este modo logra mantener una correspondencia entre la persona y la personalidad.

No faltan tampoco brochazos de ironía ni erupciones de irreverencia. Lo pacato y lo audaz se mezclan con la pasión y la tragedia, con lo puro y lo profano, con lo verosímil y lo increíble. Lo mismo describe una procesión de Semana Santa que una velación con la tétrica mortaja carmelita; la alegre fiesta de las gallinas del campo saltándose el anjeo hacia la casa vecina... o la veleidosa pasión de don Nemesio ante un espejo cómplice que retrata el mullido tálamo, la silenciosa caída de un corsé arrojado al piso... ¡y el remordimiento llamando a la conciencia!

Para quienes gusten de la literatura, esta obra es un ejemplo de cómo la historia puede servir de inspiración. Y para quienes son amantes de la historia, aquí les queda el trabajo de identificar hechos y personajes de antiguas realidades que sufrieron de cólico miserere, de colerín calambroso, de dolores de muela y de amores clandestinos; que murieron de niguas mal sacadas, que fundaron cofradías, que se aterrorizaron del comunismo... y se llamaron Cantonio Lira, Peleón de Valdrivia, Pasifloro Arbejo, monseñor Ostinio Homilio Santiño, el padre Resandez, o hasta el cachón de Nemesio Chacón.

Espero que el lector me ayude a dilucidar si el autor escribió esta obra para esconder o para mostrar una semblanza de Yarumal y de otros pueblos circunvecinos, o sí, por el contrario, trata aquí un tema tan provinciano que pudiera ser el reflejo de la parroquia del padre Casafús o, en el mejor de los casos, de esa aldeita global denominada Macondo. De lo que sí estoy seguro es que es un libro para disfrutar, y que cualquier parecido con la coincidencia... ¡es pura realidad!

Orlando Montoya Moreno
De la Academia Antioqueña de Historia