lunes, 9 de octubre de 2017

Los Papadecimientos

Obra literaria y periodística Breve anecdotario de una de las instituciones más corruptas y crueles de la humanidad Los Papadecimientos La historia criminal del papado se constituye en un filón muy útil para la dramaturgia y la novelesca en sus géneros épico y lírico. Se pueden relatar historias que entre lo divertido y lo cruento, suscitan estridentes carcajadas o bullosos llantos. Sobre la superficie de tierra y agua de este tercer planeta del sistema solar, no ha existido, existe, ni jamás existirá un sainete más sórdido y excluyente que aquello que llaman Cónclave. Es realizado con clave, sin transparencia y a espaldas de todo el mundo. Un Cónclave es una mafia intestina tan nauseabunda y asquerosa como la tripería de un cadáver de siete días en el desierto del Sahara. La triste historia del Papa de la espelunca y el cruel fin de su destronador Celestino V y Bonifacio VIII Ante los diferentes e irreconciliables intereses del poder celestial y temporal, transcurren dos años de infructuosos intentos para llenar la vacante del trono de san Pedro, dejada tras la muerte de Nicolás IV. Cada poder quiere hacerse a su propio títere. Los prelados Benedicto Caetano y los hermanos Petro y Sciarra Colonna son las figuras más beligerantes del poder espiritual, representado en el concejo cardenalicio. También influyen los Orsini que a toda costa luchan porque su casta continúe figurando a la cabeza del Papado. El poder en este mundo lo ostentan Carlos II de Nápoles y su hijo el rey de Hungría A puerta cerrada se realiza el cónclave. Entre tiras y aflojes, intrigas y simonías se dilata la elección. Los rivales no ceden. Entonces, buscan una tercera formula, alguien quien no se haya dignado hacer la menor intriga, totalmente ajeno al cónclave. Los mitrados atinan mirar hacia una cueva oscura de la montaña. Allí, desde hace varias décadas, una especie de esperpento humano, arrastra su existencia, entre ayunos, silicios y encanto místico. Los cardenales ven en este asceta, con aureola de santidad, la formula salvadora. Prevén que iniciará su pontificado de manera neutral, pero que a medida que comiencen los jalones de los poderes, se hará a favor de los intereses clericales, en desmedro de los monárquicos. En pos del bienaventurado anacoreta, de nombre Pedro Morone, unos y otros se ponen en marcha. Por escarpada región caballos y yeguas con lentitud avanzan con sus ilustres personajes. Con sus posaderas entumecidas, y sus trajes de vistosos colores y finas telas ajados y mugrientos, llegan a la cueva incrustada en las rocas del monte de Maiella, en la frontera entre el Estado papal y la región napolitana. Sobre un camastro de piedra yace un vejete de barba hirsuta y delgadez extrema. Los jirones de su túnica de tela burda le dejan parte de su humanidad al descubierto. Sumido en la oración y totalmente desentendido del mundo y sus circunstancias, no percibe la llegada de reyes y cardenales. Le llaman bienaventurado y lo sustraen de su éxtasis. Se postran a sus pies, le dan la buena nueva: Por la divina gracia de Dios e iluminación del Espíritu Santo, vuestra santa persona ha sido ungida como el vicario de Cristo en la Tierra, como el sucesor de Pedro, eres el Sumo Pontífice, el Santo Padre, disponte a marchar y a ocupar el cargo de más alta dignidad a que hombre alguno pueda aspirar en este valle de lágrimas. Ante semejante exabrupto, el troglodita no ve otra alternativa que sacar fuerza de donde no tiene, debido a su dieta a base de raíces crudas y cocimientos de hojas, para correr monte adentro. Lo calman, le ruegan, le dicen, le suplican. Se tira al suelo, reza, se levanta y, con infinita reluctancia acepta. Lo acicalan para su alta dignidad. Comienza el ermitaño Papa a padecer. Se siente raro sobre cabalgadura jaezada, ridículo con capa de terciopelo y grana, y los afelpados borceguíes le aprietan los juanetes. Entonces para otorgarle un poco de complacencia, la santa comisión opta por montarlo en un burro. Sin muchas negativas le dejan descalzar sus pies y cubrir su esqueleto con burda saya. El nuevo Papa a lejos que está de la realidad. Poco, o mejor nada, este santón semisalvaje entiende de las cosas mundanas y menos de las intrigas, simonías, maledicencias y felonías de una de las más corruptas y siniestras instituciones que en el mundo han sido: el Papado. Y así, descalzo y cubierto con una saya que cubre sus harapos, en jumento llega Pietro Morone a la capital del reino. Una jubilosa multitud lo aclama. Los pocos buenos de la inmensa cristiandad tienen la esperanza de que por fin, la dirección de la Iglesia esté en manos de un verdadero enviado de Dios. La coronación tiene lugar en Aquila el 29 de agosto de 1294. Cuando mente y figura no da para más que ocupar un beque y vestir un harapo, abigarran al santo vejete de seda, terciopelo y joyas. Nada más inapropiado para un asceta de cueva. En medio de cánticos, inciensos y extravagante pleitesía, lo acomodan en el mullido trono pontificio y le ciñen la tiara recamada de la más fina pedrería. Ya es el sucesor de Pedro, el vicario del Cristo, el sumo pontífice, su santidad el Papa Celestino V. Un místico dirigiendo una iglesia (o cualquiera otra cosa) no puede haber mayor disparate. La situación pasa rápidamente de comedia a farsa y luego a tragedia. Raras visiones comienzan a atormentar al nuevo Papa: habla de música celestial que escucha a cada noche. Una misteriosa campana lo despierta en la mañana a la hora de las oraciones; comete el error de recibir un gallo de regalo, lo devuelve pero la campana deja de sonar. Se le presentan demonios en forma de mujeres. En las noches oye extrañas voces que le sugieren que renuncie a su cargo. Se le ve nervioso, angustiado y ausente de sus responsabilidades administrativas. El pobre viejo se siente completamente perdido, absolutamente descentrado en medio de aquella sociedad falsa y artera a la que le han arrojado tan bruscamente. Los cardenales le asustan, son hombres mundanos de experiencia y él se ha pasado la vida huyendo del contacto con las gentes. Ni siquiera sabe hablar con los del capelo en la lengua aceptada por la corte; ellos renuncian condescendientemente a su pulido latín para conversar con él en su rustica lengua vernácula. Entonces, los purpurados murmuran en baja voz: Qué equivocación la del Espíritu Santo, quien es el que nos ilumina para elegir el representante de Dios en la Tierra. Y hasta acusan de fraude a esa distinguidísima figura de la Trinidad santísima. El misticismo de Celestino V, aunque lo acerca a su dios, lo convierte en un dócil y obediente instrumento. Contrario a lo que supusieron los cardenales, se hace más a favor del ambicioso rey de Nápoles. Siempre dice amén a los mandatos de su voluntad real. El nuevo Pontífice, comienza, entonces, a estorbar y a heder en la curia. Comienza muy pronto la maquinación para someterlo de manera absoluta o para deshacerse definitivamente de él. Ante tantos embates, queda convertido en una veleta, para donde más fuerte soplen los vientos. Algunos miembros del séquito de la curia venden canonjías y bulas en blanco para ser llenadas por sus compradores. El cardenal Benedicto Caetano aprovecha la ineptitud del Sumo Pontífice en el manejo de las mundanidades para convertirse en su cirineo, sin el cual no puede dar el más leve paso. Se voltea un poco la torta y queda en desventaja la monarquía napolitana. Las visiones siguen presentes en Celestino, ve infinidad de vírgenes envueltas en aureolas y cargadas de rosas que entre nubes ascienden al cielo, y ejércitos de demonios con tridentes a fuego vivo que brotan de las entrañas candentes del mundo. Escucha quejidos que se desvanecen en lúgubre eco, para dar entrada a voces que en monótona repetición sentencian: ¡abdique!, ¡abdique!, ¡abdique! Estas provienen de un tubo acústico muy bien instalado en su celda por Benedicto Caetano. Mientras tanto, entran y salen intrigas de su despacho. La elección de un simple buen hombre, arrastrado desde su cueva al trono más espléndido de Europa, asombra primero, después divierte a los cristianos. El 13 de diciembre, día de santa Lucía, el sumo bobo, llega al desespero. Bajo dosel recamado en oro, el cómodo sillón papal se le hace insoportable. Se sienta en el suelo, se despoja de sus arreos pontifícales, rasga sus ricas vestidura y anuncia que vuelve a su cueva para conservar pura su conciencia. Como árbol tras la acción del hacha, queda la esperanza de una nueva era regida por el amor y la humildad. Diez días después, el 23 de diciembre se reúnen veintidós cardenales en el Castillo Nuevo de Nápoles para elegir el digno sucesor. Se hacen tres escrutinios, la elección vacila. Mediante sobornos y componendas, al cuarto escrutinio hay humo blanco. Es la Nochebuena de 1294. El elegido: su reverencia el cardenal Benedicto Caetano, toma el nombre de Bonifacio VIII. El regreso de Bonifacio a Roma después de su elección es una procesión triunfal. El blanco corcel en que arriba lleva mantilla púrpura y penacho con plumas del ave real. El más alto jerarca de la santa religión, en su cabeza sostiene una corona de forma parecida a un gorro frigio tejida en filigranas de oro y plata y adornada con una llamarada de rubíes. Trompetas y cornetas tocan hosannas, banderas y togas revolotean por todas partes y la muchedumbre bate palmas que resuenan en estruendosos vítores. Con la Catedral de San Pedro a reventar, se corona a Bonifacio con una soberbia tiara de doble corona, para simbolizar los poderes espiritual y temporal. Se colman así los ardientes deseos del ambicioso Benedicto Caetano. Luego, rodeado de extenso sequito y en repicar de campanas, Bonifacio se dirige a la que fuera la residencia papal de aquel tiempo, el Palacio Luterano. Antes del banquete y la francachela, se realiza otra ceremonia en los exteriores del Luterano, algo diferente a la celebrada en San Pedro Catedral. Allí se sienta sobre una antigua silla de mármol rojo, cuyo rajado asiento recuerda mucho un retrete. La silla perteneció originalmente a los sanitarios públicos de la ciudad, pero su humilde origen y su coprológica función se ha olvidado tiempo, mucho tiempo atrás, y, ahora, como tantos otros objetos del grandioso pasado, se ha convertido en centro de la ceremonia papal. Este acto se constituye en la mayor significación que puede tener el papado en toda su pérfida historia, representa lo que en esencia es: un ROJO Y LUJOSO CAGADERO. Con recelo y poco agrado ven Carlos II de Nápoles y su hijo el rey de Hungría la elección de Caetano. Secretamente comienzan a urdir el regreso de Celestino. Para los intereses de sus reinos, es más útil la docilidad de Celestino que la astucia de Bonifacio. Maestros de la hipocresía son estos reyes. Se unen a las celebraciones en los propios aposentos pontificales. Allí resplandece el oro, y en olores suculentos, se estimula los apetitos para el banquete. El nuevo Papa come solo en una mesa puesta en lo alto, de los platos que le llevan los dos monarcas, quienes responden a sus señas como sirvientes. El clero de púrpura y pedrería y las autoridades civiles con atuendos recamados, levantan los cálices de Baco, adornados con gemas, para beber a la salud del Sumo Pontífice. Luego un cardenal con más catadura de rábula que de solemne prelado comenta: Es mejor que mantengamos en secreto esta fiesta que se celebra en privado. Es así como el humilde Celestino no es olvidado por el precavido Bonifacio ni por el maquiavélico rey Carlos II y su hijo, quienes no dejan de preocuparles que pueda servir para fortalecer o desestabilizar sus reinos. Todo un ejército es destinado para vigilarlo. Se le hace imposible al anacoreta volver a su ermita, donde pretende terminar su vida en éxtasis. A pesar de su ancianidad logra soslayar la vigilancia y en un barco se dirige a Dalmacia, lo descubren y lo trasladan contra su voluntad a Roma. Pero Celestino aunque santo no es tan lerdo, huye de nuevo y con sus plantas nazarenas se dirige a su cueva incrustada en las rocas del monte Maiella. Llega a Salmona, donde lo acogen con gran reverencia; sabe que le siguen los pasos, pasa a la orilla del Adriático, pero es recapturado y remitido a Roma. Allí el clemente Bonifacio, sabedor de los fervientes deseos del troglodita de vivir en una cueva, no le parece seguro enviarlo a su amada espelunca de la montaña, pero le brinda una oscura guarida en el castillo de Fumone, donde cree darle la oportunidad de disfrutar de todas las incomodidades y privaciones de su antiguo refugio, pero vigilado y custodiado con el máximo rigor. En el alma le pesa al viejo Pedro de Morone, el haber cambiado su cueva por los lujosos aposentos pontificales, sus harapos por cedas y terciopelos y su tranquilidad mística por una vigilancia y una persecución implacable. En los socavones del castillo de Fumone, el seráfico pasa los últimos diez meses de su vida, no en éxtasis, sino en honda pena. Ante sus anhelos de libertad fue necesario asesinarlo. Un sobrino de Bonifacio se encarga del asunto. Un martillo y un clavo fueron suficientes. Por acción de la mano asesina sobre el martillo, el clavo penetra en su sien. Tiempo después, la Iglesia lo pone en los altares y Dante en los alrededores del infierno. Los míseros cristianos en su infinita estupidez, que jamás los ha dejado de caracterizar, comienzan a venerar piadosamente los huesos de Pedro Morone, entre ellos el cráneo con el agujero, y hasta el clavo con que supuestamente fue hecho. Inmundicias que se hacen reliquia en las mentes de estos imbéciles inmarcesibles. Otra cara de esa falsa moneda de las religiones y la fe, la constituye la explotación de la ignorancia, ¡ah productiva que es! No existe mina ni filón en el ancho mundo que produzca más ganancias o dividendos. Iglesias, templos, sectas, rediles, confraternidades, qué emporios tan productivos. Basílicas, Catedrales, sinagogas, mezquitas, palacios, haciendas, empresas, obras de arte y joyas son meros monumentos que testimonian tanta idiotez. Es la otra cara de la fe, la que sirve para explotar al prójimo, la que no es más que un instrumento de producción y vasallaje. Los creyentes de manera ilusa ponen la fe al servicio de sus carencias y necesidades, por eso pocas veces o casi nunca tienen oportunidad de observar esa otra cara. Las predicaciones y la autosugestión esperanzan en posibles soluciones y encantan por las “delicias” del cielo y el “disfrute” de la certidumbre que les otorga la “verdad” revelada. Ahí están los prelados en todos los tiempos y en todos los lugares de la Tierra donde se adora al Galileo. Sí, ahí están frente al crucifijo. Elevan a viva voz una parábola y luego piden y piden en nombre de Jesús “Dios ama a quien da con alegría” ¡qué hermosas palabras! Por la sangre preciosa sollozan, sobre la imagen llueven ofrendas. Despójanse las señoras de sus joyas; vacían los ciudadanos sus faltriqueras, el pobre labriego ofrece el fruto de sus huertos o el ave familiar, el anciano opulento testa a favor de la curia y al paupérrimo que nada tiene se lacera en sustitución del donativo. No son bienes ni alivios lo que en realidad logran los creyentes, sólo se procuran más pobreza y dolor. Sucede el 3 de mayo de 1297. En pleno papado de Bonifacio, un convoy de 80 mulas lleva a Roma procedente de Anagni el tesoro pontifical y es asaltado. Unos cardenales hermanos de apellido Colonna, enemigos acérrimos de Bonifacio por haberles corrido la silla papal, son los autores del latrocinio. Estos prelados, conocían muy bien el rabo de paja del Papa y de sus maniobras, artilugios, engaños y componendas para acceder al trono. Bonifacio no tarda en emitir el Decreto. Los Colonna quedan desprovistos de sus capelos y excomulgados hasta la cuarta generación. A sus amigos y seguidores también los dejan sin comunión. En entredicho quedan los territorios de quienes les han proporcionado ayuda. Igualmente, el Sumo Pontífice emprende una cruzada contra los colonneses cismáticos y perturbadores, Laudolfo Colonna, primo de los rebeldes, es puesto a la cabeza de las fuerzas papales. Al fin triunfa la verdadera Iglesia de Cristo. En hábito de penitentes llegan los dos cardenales Colonna a pedir perdón a Bonifacio, quien sin devolverles la categoría de cardenales, en un falso gesto dice perdonarlos y no poner su mano destructora contra la ciudad de Palestrina, sede de los rebeldes. Palestrina es uno de los siete pilares de la Iglesia Romana, desde tiempos remotos ha sido sede episcopal. Sus monumentos se remontan a los días de la Roma imperial y se han conservado gracias a la protección de los Colonna, que han establecido la sede familiar en un gran palacio, construido por Julio Cesar. Los tesoros conservados tras las murallas constituyen a Palestrina en un valioso museo. Sin embargo, mediante edicto, el Vicario del Cristo decreta la destrucción de Palestrina. Resulta una labor muy dura por la dureza de las murallas y monumentos milenarios. A espada y garrote expulsan los habitantes. La en otro tiempo orgullosa ciudad es un desolado montón de escombros. La bella joya de la humanidad ha desaparecido por obra y gracias de la cabeza más visible del Redentor, por la acción traicionera y criminal del Santo Padre de la cristiandad. A causa del gran robo y ante estas y otras cruzadas contra tantos enemigos, más que escuálidas quedan las finanzas papales. Bonifacio se ingenia la manera de robustecerlas. Hoy en día, en el fresco de Giotto de la basílica de San Juan de Letrán se ve a Bonifacio promulgando el jubileo del año 1300. Qué idea tan genial, qué filón tan productivo. El 22 de febrero la Basílica de San Pedro está atestada de fieles. Ataviado con paños y sedas recamadas en oro, Bonifacio sube al pulpito y anuncia la indulgencia del centésimo año. Ofrece el beneficio de evitar molesta escala en el purgatorio para quienes visiten con ofrendas las basílicas de los santos apóstoles. El astuto jerarca sí que fortalece las arcas pontificias con el invento del año santo. Desde las cuatro esquinas de Europa en romería llegan a Roma los fieles cristianos. De rodillas y ante el Vicario del Cristo revestido de su más glorioso esplendor, imploran perdón por sus culpas. Es tanta la concurrencia que se hace necesario abrir una gran brecha en las murallas de la ciudad. Mujeres, hombres y niños caen por la turba y mueren pisoteados. El cronista de la época Guglielmo Ventura calcula, sin optimismo, muy superior a dos millones el número de peregrinos. En varios turnos, un grupo de clérigos, día y noche recogen con rastrillos el infinito cúmulo de monedas. Es el pago de los cándidos creyentes por su anhelado cielo. Las arcas de la Iglesia quedan a reventar. Esas son las trampas de la fe donde han caído, caen y caerán por idiotas la mayoría de los mortales por los siglos de los siglos. Para los ricos las oraciones, misas e indulgencias y testamentos, se constituyen en una excelente inversión, segura y estable que permite evitar el infierno o una incomoda temporada purgatorial. De este modo se trastoca la parábola que aduce: No pasa un camello por el ojo de una guja como tampoco pasa un rico al cielo. La riqueza lejos de ser una maldición o un obstáculo para el ingreso a los predios celestiales, se constituye en un garante de entrada, pues el rico puede adquirir constantemente nuevos méritos a los ojos de Dios mediante compra de indulgencias, pías donaciones, pródigos diezmos o limosnas y extensas haciendas, muebles e inmuebles testados. A pesar de haber solucionado de manera muy prodiga el problema financiero, Bonifacio está muy lejos de tener dicha completa. La pelea sigue casada con los Colonna. Al recibir éstos apoyo de la casa real de Francia, el Papa responde con la excomunión del rey Felipe, y con la declaración de entredicho contra su reino. Sucede precisamente en la víspera de la natividad de la bienaventurada virgen María. Al alba llega a las puertas del palacio pontificio un numeroso e inesperado cuerpo de hombres armados partidarios del rey de Francia y de los cardenales Colonna, irrumpen al grito: Viva el rey de Francia, muera el Papa Bonifacio. La barahúnda comienza a sentirse por toda la ciudad. Hombres y mujeres se levantan del lecho, abren puertas y ventanas, preguntan ¿qué sucede? A poco comprenden que los insurrectos han ingresado con la misión de aprehender al Papa. Pocos áulicos quedan alrededor de Bonifacio, avisado de lo que sucede, se escuda en la fe inquebrantable a su santo redentor. Confía en que no será destronado. Tan seguro está de su invencibilidad que con sus arreos pontificios y arrogante carrizo se acomoda en el solio a esperar el desenlace. Sin mucha oposición de centinelas, los insurrectos ingresan a la sede pontificia comandados por Sciarra Colonna, quien alcanza a ver a Bonifacio muy bien sentado en su trono con el manto de San Pedro y la corona que Constantino le había dado al Papa Silvestre. Se le acerca y le da una bofetada tan fuerte, que en sonoro eco retumba por las infinitas estancias de Palacio. Seguidamente, el ejército inspecciona palmo a palmo la mansión pontificia y hace suyas: joyas, oro, plata, piedras preciosas, vasos, ornamentos y vestimentas. Se pierde todo lo recaudado en el tan productivo jubileo y mucho más. El Papa queda tan pobre como Job. Por último, Bonifacio termina con sus huesos en un presidio sin tiara, sin ropajes, sin un céntimo. Un mes más tarde, el 11 de octubre de 1303 atacado de cistitis y de un cólico nefrítico deja este mundo. Dicen que sus quejidos se escuchaban al otro lado del Tiber. Tal fue el fin de este vicario del Cristo, quien fue llamado “Príncipe de los fariseos”, querido por pocos, odiado por muchos y temido por todos. Se cumplía la maldición de Celestino, quien le había augurado: Entrarás como lobo, reinarás como león y morirás como perro. Sólo falta que sea ascendido a los altares, otros no mejores ya lo han logrado. Inmisericorde e inexplicable, que con tantos merecimientos, ni siquiera se le haya otorgado el título de beato.   El poderoso Octaviano y su insaciable apetito sexual Juan XII Octaviano hijo de Alberico, príncipe de Roma, nace hacia el año 937. Su padre al morir le deja arregladas las componendas para que ocupe el solio pontificio y el trono monárquico, o sea Papa y rey a la misma vez. A los 16 años Octaviano luce revestido del gran poder. Con la aquiescencia del Santo Espíritu adquiere la representación legal de Dios en las Tierra y la asume con el nombre de Juan XII. La monarquía la ejerce con su nombre de pila, el rey Octaviano. En aquellos tiempos, como en muchos otros, la industria mayor es la producción de sacerdotes y la explotación de los peregrinos que llenan las arcas del pontificado. Las potencialidades más sórdidas de su naturaleza, empujan al Papa y monarca a saborear los excesos más extremos del poder, la lujuria, la gula y el juego. Se convierte en una especie de Calígula cristiano cuyos crímenes resultan particularmente horrendos. Convierte en burdel los aposentos pontificios, su cohorte de machos viola a las peregrinas en la misma basílica de San Pedro. Su irresistible pasión por el juego lo lleva a invocar el nombre de dioses ya desacreditados por esas calendas y que la mayoría consideraba demonios. Es su apetito sexual insaciable, las ocupantes ocasionales de su tálamo son retribuidas con tierras, con cruces y cálices de oro, joyas y prendas. A una de sus preferidas le otorga grandes extensiones de tierras y hasta el título de Señor Feudal. Ante tantos desmanes se confabula un ardid para destronarlo. Este propósito lo encabeza el emperador alemán Otón con el apoyo de algunos cardenales y obispos inconformes. Otón llega con su ejército a las afueras de la ciudad. Juan XII es avisado en momentos en que disfruta de los placeres de la carne con Metiké, odalisca recién llegada de Oriente. Interrumpe coito y jadeos y en pocas horas hace acopio de los tesoros transportables y con la bella Metiké huye a Tivoli. Otón entra a Roma pisándole los talones. Tres días después convoca un sínodo de la iglesia romana para definir la situación. El cardenal Pedro se levanta y testifica que ha visto al Papa celebrar misa sin comulgar, Juan obispo de Narni y Juan cardenal diácono declaran que han visto al Papa ordenar un diácono en un establo. Benedicto, cardenal, con sus compañeros diáconos y sacerdotes sostienen que el Sumo Pontífice y rey ha recibido pago a cambio de la entrega de obispados. También testifican que el Santo Padre copuló con la viuda de una tal Rainero, con Estefanía, la que fue concubina de su padre, con la viuda Ana y con su propia sobrina. El clero reunido lo acusa también de ser el autor de la muerte por castración del cardenal subdiácono Juan, de haber brindado con vino por el amor del demonio. Con las manos puestas sobre un crucifijo y una Biblia, los acusadores juran la veracidad de sus declaraciones. Juan XII es convocado a Roma para que responda por los cargos. El Papa no acude al llamado, sino que opta mejor por practicar la caza en un bosque cercano a Tivoli. Mientras con una jauría de galgos obtiene buenas presas, otra jauría de purpurados lo dejan sin pontificado ni principado. El primero de diciembre Octaviano es desposeído de todos sus poderes por el sínodo. Queda con la tiara León VIII, candidato del emperador Otón. El nuevo pontífice, un extranjero totalmente desconocido en Roma, asume su reinado con extrema arrogancia y despotismo. Expresa que la Providencia Divina lo protegerá porque su elección es la voluntad del mismo cielo. Pero, no resultan nada proféticas sus palabras. Al mes estalla la rebelión de los romanos que a toda costa quieren deshacerse del intruso, quien logra escapar sin ningún tesoro y corre tras Otón, que ya le lleva varios días de camino. Aunque lo intenta de nuevo, León VIII no aparecerá jamás por los aposentos papales. Juan XII en cuanto se entera que Otón y el usurpador están a leguas de distancia, regresa a Roma con sus tesoros y cohorte de damas. En febrero de 964 convoca a concilio y recupera sus tronos. Lo primero que hace es preparar la venganza contra los complotados. Nadie se escapa de la ira pontificia. Los que lo acusaron reciben el castigo de acuerdo con la gravedad de la acusación. Entonces, los verdugos azotan, cortan lenguas, manos o cabezas. Otón y León VIII no pierden sus testas por estar a prudente distancia, pero sí reciben excomunión perpetua. El emperador alemán reorganiza los ejércitos y emprende con su León VIII una nueva marcha hacia Roma en busca de la reconquista de los tronos. Pero no son los ejércitos imperiales los que liberan a la cristiandad del terrible Juan. Poco antes de Otón entrar a Roma, le llega lo noticia de que el Papa ha muerto violentamente. Un marido ultrajado al encontrarlo en su propio lecho nupcial haciendo contorciones pasionales con su amada esposa, le propina una apaleada que lo transfigura en cadáver. Por inspiración divina, se desencadenan las santas y sanguinarias cruzadas Urbano II Odo de Lagery, nombre de pila; Urbano II, nombre papal. De 1088 a 1099 comanda los ejércitos de la católica iglesia. En noviembre de 1095 convoca al concilio de Auvergne, Francia. Trece arzobispos, doscientos veinticinco obispos, más de noventa abades y miles de nobles y caballeros acuden al llamado. Urbano usa su don de elocuencia al máximo, describe el "sometimiento" de Jerusalén por parte de los musulmanes sarracenos y pide la ayuda de todos los cristianos para luchar en contra de sus enemigos. En nombre de Dios convoca a los fieles a la guerra: La noble raza de los francos debe de ir al auxilio de sus hermanos cristianos del Este. Los turcos infieles están avanzando hacia el corazón de la Cristiandad en el Este; los cristianos están siendo oprimidos y atacados, las iglesias y los lugares sagrados están siendo profanados. Jerusalén está gimiendo bajo el yugo sarraceno. El Santo Sepulcro está en manos musulmanas y ha sido transformado en una mezquita. Los Peregrinos son hostigados y hasta se le ha dificultado el acceso a Tierra Santa. El Oeste debe marchar en defensa del Este. Todos deben ir, ricos y pobres por igual. Los francos deben detener sus guerras y disputas internas para luchar contra el infiel en una guerra virtuosa. Dios mismo los guiará, cuando ellos realicen su labor. Habrá absolución y remisión de los pecados para todos aquellos que mueran al servicio de Cristo. Aquí son pobres y miserables pecadores, allá serán ricos y felices. Que nadie titubee, deben marchar el próximo verano. ¡Es la voluntad de Dios! Esa voluntad de Dios se transforma en el grito de guerra de los Cruzados. Por el año 1099 en horripilante carnicería, los cristianos conquistan Jerusalén. Los judíos que se habían refugiado en la sinagoga de la ciudad son quemados vivos. Miles de musulmanes mueren picados vivos en su mezquita. Los viejos y los enfermos son los primeros infieles en encontrar su justo final. Sus cuerpos son partidos por la mitad en busca de monedas de oro que se podrían haber tragado. El Papa había decretado que todos los botines de guerra eran posesiones a que los cristianos tenían derecho. Inocencio III, o el gran asesino A Inocencio III, quien ciñe la tiara pontificia de 1198 a 1216, su megalomanía lo convierte en el más grande soberano que jamás haya gobernado el mundo cristiano, deja su marca como uno de los más grandes asesinos en masa de la historia humana. Ningún otro Papa se consideraba a sí mismo con tanta grandiosidad en su papel de soberano regente del mundo. En el sermón pronunciado en su propia coronación expresa: Ahora pueden ver quién es el siervo que es puesto sobre la familia del Señor; verdaderamente es el Vicario de Jesucristo, el sucesor de Pedro, el Cristo del Señor; estoy ubicado entre Dios y el hombre, por debajo de Dios, pero por arriba del hombre; soy el juez de todos los hombres que no puede ser juzgado por nadie. Una de sus primeras epístolas se refiere a una nueva cruzada, la Cuarta, la cual causa el saqueo y destrucción de las ciudades cristianas de Zara, Hungría y Constantinopla. Inocente también procura la conquista de Livonia en 1199 por parte de tropas católicas. También destrona al Rey John de Inglaterra, y con base en su poder dado por Dios, lo declara a él y a su posteridad en inhabilitación perpetua para acceder al trono. Aun más, Inocencio decreta una estricta legislación contra los judíos, quienes son forzados a vivir en guetos, se les prohíbe casamientos fuera de ellos. Se les expulsa de ciertas profesiones. También se les obliga a usar un símbolo amarillo en su ropa, raíz histórica de la correspondiente ley Nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Una de las más escandalosas de sus acciones es su ambición personal de aniquilar totalmente a los herejes Albigenses, quienes ya para esta época constituían casi la mitad de la población del Languedoc, hoy Francia. Inocencio no ahorró esfuerzos, necesitó varios años de predicación, intriga y amenazas de excomunión para lanzar una cruzada contra sus numerosos enemigos. Inmediatamente después de la primera carnicería que devasta la ciudad de Beziérs y aniquila su población, el Abad Amaury de Citeaux, emisario papal y líder de la soldadesca católica, se arrastra arrodillado por el salón de recibo de la mansión pontificia hasta el solio de su santidad. Con exclamación triunfal le informa que veinte mil herejes sin considerar edad o género, han sido descuartizados. Inocencio exaltado de gozo lo hace poner de pie y le da un fuerte abrazos de esos que llaman quiebra-costillas. Es apenas el inicio del baño de sangre, el tormento continúa por veinte años, mueren más de un millón de hombres, mujeres y niños lacerados, apuñalados, ahogados y descuartizados. Gregorio VII e Inocencio VIII, portentos en maldad Maldito aquel que ejecuta negligentemente la obra del Señor y maldito el que veda a su espada el verter sangre, Jeremías 48:10, es el versículo de la sagrada Biblia preferido por su santidad del Papa Gregorio VII. Ocupa la silla pontificia de 1073 a 1086. Este venerable servidor de la Divina Providencia, inicia el dominio mundial del papado. Decreta que solamente un Papa puede instalar o destronar un rey, como así también validar cualquier propiedad. Obliga al rey Enrique IV de Alemania a arrodillarse por tres días en las nieves de Canossa por haber dudado la supremacía eclesiástica sobre el poder civil. Gregorio pone en guerra a los normandos para luchar contra el anti-Papa Clemente (1080-1100), quien es apoyado por Enrique IV. Giovanni Battista Cibo, Inocencio VIII ocupa el vicariato del Cristo por allá en los años de 1484. Entra al Vaticano acompañado por su hijo ilegitimo, Franceschetto, famoso en Roma por su amor al juego y al robo. Con gran pompa, en medio de regodeos y bebidas espirituosas Inocencio celebra en el propio Vaticano los casamientos de Franceschetto y de Teodorina, su otra hija ilegítima. Este santo varón se hace celebre ante la Historia por su famosa "Bula Bruja" de 1484, que desencadena varias centurias de persecución. Cientos de miles de mujeres, niños y hombres son torturados, colgados o quemados en la hoguera. “El Papa Enaguas” y su Santo Oficio Por entregar a su hermana para que fuese desvirgada por el Papa Alejandro IV lo llaman el "Papa Enaguas". Pablo III es la cabeza de la Iglesia por allá en los principios del siglo XVI. Para tomar control de la herencia de su familia envenena a su madre, a una de sus hermanas y a una sobrina. Tiene relaciones incestuosas con sus hermanas y su propia hija, Constancia. Asesina a su yerno, Bosius Sforza para poder gozar más sexualmente de su hija. Mata a su otra hermana cuando se siente celoso de uno de sus amantes. Se sabe que mató a dos cardenales y a un obispo polaco debido a una disputa teológica. Se constituye en el cafiso (proxeneta) más grande de Roma, 45 mil prostitutas trabajan para él, por sus servicios les paga un tributo mensual. Aún insatisfecho con su vida sexual, mantiene como amante a una noble romana con quien procrea tres hijos. Sin embargo, el divorcio es para él un pecado imperdonable. Cuando Enrique VIII de Inglaterra anula su matrimonio con Catalina de Aragón y se casa con Ana Bolena en 1533. Pablo III lo excomulga. Entonces, Enrique se instala como cabeza de la Iglesia Anglicana. A este Santo Padre se le destacan cualidades, ama las artes tanto como a las mujeres y se preocupa por el aspecto estético de Roma. Pone a trabajar a Miguel Ángel en el proyecto del Campidoglio, el grandioso fresco del Juicio Final en la cúpula de la Basílica de San Pedro y el Palacio Farnese. Durante su Papado comienza la Reforma en Alemania con Lutero y poco después echa raíz en Ginebra con Calvino. Pablo III persigue a los protestantes más que cualquier otro. Es así como se granjea de la Historia el merecimiento de ser el más encarnecido perseguidor de los reformistas. En 1542, establece el Santo Oficio. De esa forma se inicia la Inquisición Romana con la meta de erradicar al protestantismo de Europa con un nivel de crueldad y barbarismo sin límites. No obstante su formidable apetito sexual, en el concilio de Trento proclama el celibato como superior al matrimonio. Pablo IV, el maestro de la tortura Su arma favorita: la tortura, su sistema preferido: la Inquisición, sus mayores enemigos: los judíos, las mujeres y los protestantes. Su frase célebre: Yo nunca le he otorgado un favor a un ser humano. Ejerció su infamia de 1555 a 1559. Enérgico, inflexible y fanático son los adjetivos con los cuales se define el Papa Pablo IV. Es el Gran Inquisidor y maestro de la tortura por toda una generación. Durante su aciaga existencia se convierte en el terror de los incrédulos. Hacer de la inquisición un arma fuerte es su más grande logro. Cree tanto en la tortura que gustosamente paga de su propio peculio nuevos instrumentos. Reforma la Iglesia usando todos los métodos a su disposición sin importar quien cayera. Famoso también por la corrupción, coloca a su sobrino Carlo Caraffa como cabeza política de la Santa Sede. En julio de 1555, dos meses después de su elección, hace pública una bula en contra de los judíos. En ella recuerda a los cristianos que desde que los judíos habían matado a Cristo, sólo están en condiciones de ser esclavos. Se les encierra de nuevo en el gueto y se les obliga a usar un peculiar sombrero amarillo. Además, son obligados a venderles sus propiedades a cristianos a precio regalado (por ejemplo una casa a cambio de un burro o un viñedo por una prenda) Los judíos sólo pueden dedicarse al comercio de poca importancia y a la strazzaria (venta de ropa de segunda mano) Tampoco pueden emplear a cristianos ni asistirlos médicamente. La mayoría de sus sinagogas son destruidas como también sus libros sagrados. Los cristianos no pueden dirigirse a ellos llamándolos “sir” (señor), ni siquiera los mendigos. El gueto romano está poblado con más de cuatro mil judíos en un perímetro de 500 yardas. El Papa Pablo espera que las medidas represivas conduzcan a una conversión masiva, pero la mayoría de los hebreos permanece inquebrantable en su fe. Sin ninguna prudencia, el Santo Padre manifiesta un enfermizo odio por las mujeres tanto como por los judíos, y les prohíbe acercarse a él en cualquier momento. Su desprecio hacia los protestantes es tan violento que intensifica el alejamiento entre el Vaticano e Inglaterra. Se niega a comunicarse con la Reina Elizabeth I, por su doble condición de mujer y protestante. A este venerable creyente se le debe esa genial cortapisa contra la libertad de lectura e información llamada Índice de Libros Prohibidos. Resulta que con la invención de la imprenta, alrededor del año 1450, los libros comienzan a circular por ciudades, campos y villorrios. La Inquisición censura el contenido y la cantidad de libros. En 1559, Pablo IV con la ayuda de sus censores pontificios autoriza el Índice Oficial de Libros Prohibidos, conformado por una larga lista. Entre los títulos se encuentran varios clásicos de la literatura como el Decamerón de Boccaccio, y Gargantua y Pantagruel de Rabelais. Los editores son constantemente amenazados para mantenerlos en raya, lo mismo que los autores. Poco antes de su muerte, Pablo expresa su deseo de incluir profesiones a su Índice como: las de los actores, bufones y escultores que realizaban crucifijos feos. Cuando muere en agosto de 1559, mientras su alma asciende al cielo de sus creencias, donde está el Cristo a la derecha del Dios Padre, el pueblo destruye sus estatuas, quema el Palacio de la Inquisición y libera a los prisioneros. Pio V, El Martillo de los Judíos Su Santidad tenía como oración preferida: ¡Oh señor incrementa mis sufrimientos y mi paciencia! El 19 de abril de 1566, solo tres meses después de ser coronado, el Papa Pío V rechaza las facilidades que su predecesor le había otorgado a los judíos y reinstaura todas las restricciones impuestas. Entre ellas el del uso del gorro distintivo, las prohibiciones contra la tenencia de propiedad y la práctica de la medicina con pacientes cristianos. Los judíos otra vez van al gueto y se les prohíbe tener más de una sinagoga por comunidad. Por eso, este Vicario de Cristo en la Tierra es conocido como El Martillo de los Judíos. Habiendo sido anteriormente Comisario General de la Inquisición Romana, la utiliza en todos los casos en los cuales encontraba oposición, y la intensifica a tal punto que generaliza la tortura y las quemas de católicos, cuyas creencias se apartan del dogma oficial. Además, le da a la Inquisición total libertad para operar y hacer uso generoso del Índice. El Pío Pío envía las tropas católicas a matar dos mil Valdenses protestantes en el sur de Italia, lo mismo que a exterminar hugonotes en Francia. No estaba desprovisto de excelsas virtudes: ama a los jesuitas. Es aficionado a la buena mesa, son de su creación estupendas recetas, pero hace continuos ayunos al Dios Padre. También cultiva una extrema devoción a María virgen, a mañana y noche reza el rosario. Excomulga a Elizabeth I de Inglaterra, lo que desata una persecución salvaje de católicos en esa nación. Pío V también lanza la última cruzada contra los musulmanes, envía la armada cristiana a asesinar a miles en la Batalla de Lepanto en 1571. Esta batalla naval, quiebra el poder de los turcos en el Mediterráneo. Por todos estos méritos, no mucho después de su sentida muerte es canonizado. Desde entonces se conoce como San Pío V, el Martillo de los Judíos, aunque no es mucha la devoción que le brindan sus correligionarios, permanece en los altares de la infamia, jamás se bajará de ellos. Sixto IV, el santo decapitador Sixto IV ejerce su maldad entre los aciagos años de 1471 y 1484. Como los intrigantes Medicis continuamente se le atravesaban en el camino, se ve comprometido en las luchas florentinas. Fue cómplice de la conjura de los Pazzi y del asesinato ejecutado por éstos ante el altar de una Catedral. Envió a los venecianos a la guerra, pero como no apoyaron a su sobrino Girolamo Riario, los abandona en medio de la contienda y como valor agregado les encima la excomunión. A los Colonna, enemigos de Girolamo, los persigue encarnecidamente, les arrebata Marino y manda aprehender al protonotario Colonna en su propia casa, para llevarlo prisionero y decapitarlo. La madre acude a San Celso en Bianchi, donde se halla el cadáver; alza por los aires la cercenada cabeza y grita: Esta es la cabeza de mi hijo; esta es la lealtad del Papa. Prometió que si le entregábamos Marino dejaría en libertad a mi hijo; ya tiene a Marino, y en mis manos está también mi hijo, pero muerto. ¡Mirad así cumple el Papa con su palabra! El peor de los peores papas acaba de ser elegido con la aquiescencia del Santo Espíritu Alejandro VI El pueblo romano conserva su afición a los espectáculos circenses a través de los siglos. Las campanas de la basílica tocan a rebato, nobleza y clero se apretujan en las naves. La elite luce ropajes tejidos en hilos de oro y plata, sedas, terciopelos de Toscaza y brocados de Venecia y Damasco. Flores y guirnaldas adornan en arcos el sagrado recinto. Desde su palacio personal, el nuevo pontífice avanza sobre el pelaje azabache de un semental árabe jaezado en oro y pedrería, mientras, sobre vistosas cabalgaduras un cuerpo de caballería con quepis y armaduras, le hacen guardia de honor. Las campanas suenan, el cortejo avanza. El escudo de arma de los Borgia con su toro español aparece en todas las esquinas. Frente al Palacio de San Marcos se erige la estatua de un toro gigantesco de cuya boca mana continuamente vino. Por orden del nuevo potentado de la cristiandad se arroja al pueblo carlines de plata y, en ciertos cruces de calles, ducados de oro, en tremolinas y contusiones las gentes los alcanzan. Jóvenes desnudas y cubiertas de una película dorada hacen de estatuas vivientes. Cascadas de flores son arrojadas desde todas las casas que flanquean la ruta del cortejo. Arcos de triunfo decoran con máximo esplendor las calles. Roma fue grande cuando Cesar, pero más grande bajo Alejandro. El primero era simple mortal, el segundo Dios. Proclama uno de los arcos. En humos de incienso se ambienta de santo aroma la augusta edificación. Las campanas ahogan con sus toques las suaves notas del clavicordio y los murmullos, no propiamente de oración. Por un instante cesan los bronces, calla el clavicordio, enmudecen las voces. Desde el exterior, en sonido ascendente ingresa al templo el rítmico pisar de las cabalgaduras. Se aproxima el hombre. En su máxima resonancia reviven campanas y teclados. Un aplauso estridente se suma a los vítores. Un Borgia, otro magno Alejandro, hace la entrada triunfal. En la plataforma mayor del templo sobre alfombra roja que cubre el mármol, y bajo palio tejido en hilos de plata y oro, la silla de Pedro luce soberbia con sus arabescos y símbolos pontificios en nobles maderas y su asiento en macizo oro. En lento y acompasado caminar el ungido del Espíritu Santo avanza por la nave central, se exaltan los vítores. Transcurre en su momento histórico el acontecimiento más grande que se produce en la Tierra y el Universo, el gran Vicario del Cristo ha puesto sus posaderas sobre el trono de Pedro. La cohorte de purpurados que le rodean se planta de rodillas, luego la basílica en pleno. Con caminar trémulo, aparece detrás del altar el decrepito cardenal de Venecia, lleva entre sus manos la tiara. Con infinita parsimonia y dificultad la ciñe en la cabeza de Alejandro. Suenan trompetas en el cielo y campanas en todos los templos de la católica Iglesia. Su Santidad se levanta del trono. Con un gesto de inmensa piedad y rostro de fingida humildad, alza sus manos y bendice al mundo. Hay nuevo Papa. ¡Bienaventurada la Tierra! Nombre de pila: Rodrigo Borgia, Vicario de Dios, Sumo Pontífice, Santo Padre, Jefe Supremo de la Iglesia, su Santidad Alejandro VI, el elegido por la benevolencia y la infalibilidad del Espíritu Santo. Todo lo que brilla, piedras preciosas, camafeos y brocados, le encanta. Con ardentía, pero sin sentimentalismos ama a las mujeres, con sólo acariciar un seno experimenta todo el gozo de vivir. Maneja un harem de prostitutas en los propios recintos papales, que hoy cualquier jeque árabe envidiaría. Por fuera de los muros de Palacio en casas con jardines y alberca, mantiene otras odaliscas, gracias a las generosas dadivas de los creyentes y al caudal inmenso de las simonías. Siembra bastardos por doquier, los más celebres son Juan, Cesar y Lucrecia. Rodrigo y Cesar copulan con Lucrecia. Con su hija Lucrecia engendra un hijo. De esta manera se convierte en Papa papá y en padre y abuelo a la vez. Cesar mata a su cuñado porque le arrebata el amor de Lucrecia. También manda asesinar a su propio hermano Juan, porque el Padre Santo muestra preferencias hacia él, así como a Peroto, el preferido de Alejandro, a quien da muerte a cuchilladas cuando se guarece bajo el manto pontifical, la sangre le salta al Papa en la cara. Las crueldades y las maldades de estos Borgias poco parangón tienen en todo lo que va corrido de la historia de la humanidad. El Santo Padre en indulgencia otorga perdones mundanos y ultramundanos, acorta el tiempo en el purgatorio y maneja las llaves del cielo. Por buena paga perdona a un padre el haber asesinado a su propia hija. Al reprocharle contesta: No es deseo de Dios que muera el pecador, sino que viva y pague. Por un buen tributo producto de asaltos y robos, al conde bandolero Armagac le dispensa para casarse con su propia hermana. Este apiadísimo padre comienza a recaudar su apreciable fortuna desde la época de su tío el Papa Calixto III. Está en el centro de los negocios durante los papados de Pío II, Pablo II, Sixto IV e Inocencio VIII. Es tan inmensa su fortuna, que él mismo expresa que con su oro y plata puede llenar la capilla Sixtina. Para asegurar su elección, gasta un poco. La mayoría de los catorce cardenales que le dan sus votos reciben al menos una mula cargada de los preciosos metales. El más costoso de los votos es el del renuente cardenal Sforza, a quien sólo logra tranzar con cuatro mulas muy bien cargadas y la vicecancillería. El menos costoso fue el del cardenal de Venecia, quien a sus 96 años se conforma con cinco mil ducados. Y se pone en marcha la gran farsa. El sacro colegio cardenalicio eleva plegarias al Santo Espíritu para que lo ilumine. Poco después de la salida del sol del 11 de agosto sale de la urna el nombre de Rodrigo Borgia. ¡Soy papa, soy papa!, grita excitado y se presura a acicalarse con los arreos pontificios. Entre todos los vivos y todos los muertos que el mundo han sido, Alejandro VI y su hijo Cesar, son de los ejemplares humanos menos ungidos de benevolencia y más provistos de sagacidad para lograr sus fines. Inspirado en ellos, Maquiavelo acuñó la frase: El fin justifica los medios. No contienen el más mínimo escrúpulo para sacar del camino a quien se oponga a sus ilimitadas ambiciones. Veneno y traición, son sus armas favoritas. Savonarola arde en la hoguera por atrevido. A los 18 años, Cesar es cardenal, obispo de Pamplona y arzobispo de Valencia. Luego cardenal de España y duque de Francia, entre otras decenas de títulos obtenidos después de que renuncia al clero y se hace laico. Cincuenta meretrices romanas copulan con cincuenta servidores de Palacio, compiten por mil ducados que ofrece su Santidad a la pareja más creativa en posiciones y contorciones. Lucrecia actúa como jurado. Muy acostumbrados están en envenenar jerarcas para revender sus prebendas y apoderarse de su peculio. Ya está en la mira el próximo, se trata del opulento cardenal Adrián Corneto. Del veneno lento de los Borgia, más conocido como El Cáliz del Vaticano, el más utilizado fue el polvo de cantárida obtenido por desecación de pequeños escarabajos: en diminutas dosis produce un efecto afrodisíaco, y en dosis medianas o altas produce lesiones internas que pronto llevan a la parca. Otro elixir mortal es preparado con arsénico, telas y entrañas de un gran arácnido. La pócima ya está preparada. En singular cántaro con relieves mundanos vierten vino y veneno. En sus más lujosas cabalgaduras y ataviados de ropajes no muy pesados, padre e hijo acompañados de poca guardia se dirigen a la casa de recreo del opulento cardenal Corneto. Un bodeguero de Palacio porta el vino mortal. Al llegar, Alejandro y Cesar sienten una sed mortal, y el bodeguero papal les sirve con tal precipitación que se equivoca, les entrega el cántaro destinado a acabar con el destino de Corneto. Cesar y Alejandro están moribundos. Entre fiebres, retorcijones de estómago, diarreas, vómitos y fiebres, cuatro médicos de la corte papal luchan con denuedo contra la entrometida parca. Con pesada carga ponen a trotar una mula a punta de fuete hasta agotarla. Viva le abren la panza y meten a Cesar en sus entrañas para que se bañe con su sangre caliente. Como cualquier mala hierba el hombre revive. A Alejandro le suministran triaca, diamantes machacados y mandrágora seca, momentos después comienza emitir monótonos resoplidos que no se le calman hasta el amanecer del siguiente día, cuando expira. El calendario marca el 26 de agosto de 1504. La Trinidad queda sin embajador en este planeta y el Universo de luto. Contaba con setenta y dos años, doce los pasa delinquiendo y gozando en el Trono, aunque seguramente también sufrió, ninguna criatura en esta vida está exenta de padecimientos. La cara negruzca e hinchada, la lengua duplicada en su volumen, sobresale de la boca. Son signos de envenenamiento. Él, que tanto lo uso, es también su víctima. “Que espectáculo tan espantoso, jamás había visto criatura humana tan horripilante”, escribe el cronista Burckard. “Está monstruoso y horrible”, señala por su parte Giustiniani, otro áulico de Palacio. Comienzan a murmurarse historias terroríficas. Se dice que el demonio llegó hasta la cámara mortuoria en forma de mono, para cargar con el alma del Santo Padre. Mientras ladrones y sacrílegos se dedican al pillaje, Burckard amortaja el cadáver. Fuerzas hercúleas con extrema dificultad y entre golpes y empujones encajonan el cadáver del reverendo en el cofre mortuorio. Lo colocan en la sala del Papagayo, pero no hay nadie quien lo vele y recite el oficio de difuntos. Al día siguiente el cuerpo es depositado en unas angarillas, detrás de la balaustrada del altar mayor de San Pedro. Comienza a heder. Sin ritos ni rezos, al día siguiente en hueco profundo depositan la podredumbre. Benedicto IX, Pontífice a los 14 años, que hace del papado un burdel y de su vida un festín Descendiente de rancia estirpe, que por siglos ha ostentado poder y riquezas, es Gregorio, conde de Túsculo. Respaldado por las espadas de su ejército particular y por el oro y la plata de su fortuna, logra sentar en la silla pontificia a uno de sus tres hijos. Cuando ese hijo muere, la tiara pasa sin dilación a su hermano. Cuando éste último muere, ocupa la vacante el nieto de Gregorio. En el otoño de 1032, Teofilato, El Nieto, de 14 años sube a la silla de San Pedro con el nombre de Benedicto IX. Pocos espectáculos más risibles se han presentado en la Historia, como el de este niño Papa presidiendo solemnemente asambleas de hombres cultos y maduros. Todos le suplican sus favores o soportan su infantil arrogancia. El imberbe Benedicto hace del Papado un burdel y de su vida un festín. El rumor trasciende mares y fronteras. Se dice que el Papa es un practicante de oscuras magias, que cara a cara se ve con el mismísimo diablo. No tarda en organizarse la conspiración de los beatos y de los nostálgicos del poder. Benedicto advierte que corre peligro, lo acomete la paranoia. Sólo se deja ver en la basílica de San Pedro cuando celebra misa. Los conspiradores eligen un día de fiesta. Penetran a la Basílica mezclándose entre la multitud. No llevan espadas, no quieren despertar sospechas, sogas son sus únicas armas. El plan consiste en provocar un gran alboroto. Dos hombres trajeados de abad se aproximarían al Santo Padre, envolverían la cuerda en su cuello, jalarían con todas sus fuerzas y Papa muerto. Segundos antes de armar el alboroto, un atinado eclipse oscurece el día. Los conspiradores corren despavoridos con la creencia que el demonio protege al malvado pontífice. Se escapa el hombre, pero la conspiración y los peligros continúan al acecho. Benedicto huye de Roma, tan despavorido como los conspiradores de la Basílica. Se establece en Túsculo bajo la protección de su pariente el Conde. Durante su ausencia otro barón-prelado se alza con el título de Papa. Se trata de Juan, obispo de los Montes Sabinos. Adopta el nombre de Silvestre III. A los pocos meses, Benedicto regresa al frente de una banda de tusculanos. Silvestre huye con sus secuaces a los Montes. Benedicto se sienta de nuevo en el trono de Pedro. Pero, más que los problemas del Papado, a Benedicto lo trasnocha una bella adolescente tusculana. Cavila que la silla pontificia está bastante coja, desprovista de seguridad y muy cargada de embrollos. Decide, entonces, liberarse de ella mediante venta para luego unirse en sagrado matrimonio con su púber enamorada. Encuentra un comparador en la persona de su padrino, Giovanni Graciano, arcipreste de la venerable iglesia de San Juan de la Puerta Latina. Cierra el trato por la suma de mil 500 libras de oro. Acto de simonía sin parangón. Giovanni Graciano inaugura su pontificado en el mes de mayo de 1045 con el nombre de Gregorio VI. A mal que le fue. El caos del reino pontificio es tal que no le representa ningún poder, sino más gastos. Sólo consigue cargarse de embrollos y descargar su considerable fortuna. Mientras tanto Benedicto sorprende a su amada en tratos de infidelidad. A la vez se da cuenta de que las mil 500 libras de oro se han escurrido por el boquete de sus ardientes pasiones. Defraudado considera que el oficio de Papa es más grato y lucrativo. Regresa a Roma y reanuda su pontificado. Silvestre III regresa también y mantiene su corte en Roma, apoyado por las armas de sus hombres. Veinte meses después de que Graciano comprara el Papado, hay tres papas en Roma, cada uno sin fuerza suficiente para expulsar a los otros, cada uno reclamando la posesión exclusiva de las llaves del Cielo. En esta insignificante galaxia, denominada la Vía Láctea, inmersa en el inconmensurable Universo, imperceptible gira este planeta llamado Tierra. Todo es creación de un dios que mediante su omnipotencia y voluntad movió su varita mágica y ocasionó una gran explosión (Bing Bang) que dio origen a todo cuanto existe. Este divino creador comenzó poblando de dinosaurios este mundo, luego hizo criaturas tan perfectas e infalibles como sus vicarios o papas. Por obra y gracia del Santo Espíritu y con la aquiescencia de las otras dos partes de Dios, Padre e Hijo, un hombre llamado Formoso tiene el honor sublime de ser el Sumo Pontífice entre los años 891 y 896 de esta cristiana y apaciguada era. Para acceder a tan alta embajada de Dios, su santidad el Papa Formoso tiene que aliarse con Arnolfo rey de Alemania, y enfrentarse al emperador italiano Guido de Espoleto y a su hijo Lamberto. En la repartición de canonjías, obispados y otras prebendas espirituales y terrenales, su pontificado es algo tacaño con Guido y Lamberto. Mortificado por la intensa animadversión de éstos, Formoso exhala su postrer respiro en el año santo de 896. Con presteza, Espíritu Santo y cardenales comienzan actividades para definir el asunto. Es así como a los pocos días de ser difunto Formoso, es elegido como su digno sucesor, nada más y nada menos, que uno de sus cardenales preferidos, asume el nombre de su Santidad Bonifacio VI. Dicen que fue el veneno lo que dio al traste con la vida de este representante legal de Dios en la Tierra, 15 días después de su augusta coronación. El poco adelanto de la medicina forense en aquellas calendas, no permitió comprobar de manera científica este supuesto envenenamiento. Sí sufrió convulsiones, diarreas, vómitos y se le puso la lengua gorda y morada en su trance de devolverle el alma al creador, según testificó una tal Amantina, cocinera, y según las malas lenguas, concubina del Santo Padre. De nuevo le ponen trabajo al Santo Espíritu, ¡qué descaro¡ como si no tuviera nada que hacer, cuando le toca iluminar cada día a millones de cristianos, a quienes su rayo de luz les garantiza sabiduría, cura sus dolencias y proporciona satisfacción a todas sus necesidades, además de inyectarles una inmensa alegría de vivir sobre este bello y florido planeta, el mejor de todos los mundos, donde las criaturas nunca padecen, sólo nacen para ser felices, por la inmensa bondad y la inagotable misericordia de su creador. Le corresponde a un afecto a Guido y Lamberto hacerse a la mitra pontificia. Su santidad Esteban VII. Qué gran elección, el Santo Espíritu nunca se equivoca. Año 897, mes de enero. Por orden expresa de Lamberto, el Papa convoca a un sínodo, a donde es cordialmente invitado Formoso. Exhuman su cadáver semiputrefacto, lo acicalan con su atuendo pontificio, con tiara, estola, sobrepelliz y báculo incluidos, además de dorado crucifijo sobre el pectoral. Sólo ignoran sus tres anillos de rubís. Muerto y todo, el reverendo Formoso es sometido a juicio bajo los cargos de perjurio, codicia y violación de las normas que regulan el nombramiento y el traslado de obispos. Como abogado de oficio se designa un diácono, quien de pie y al lado del cadáver, responde a las preguntas en su nombre. Resulta muy mal defensor, pues Formoso es declarado culpable de todos los cargos. Como castigo le cortan los tres dedos de la mano derecha utilizados para bendecir. Después el cuerpo es arrastrado por las calles de Roma y arrojado al Tíber. Este juicio ocasiona tal revuelta en la ciudad, que su Santidad Esteban VII es depuesto, encarcelado y estrangulado en prisión. Gioacchino Pecci, el más progresista de los pontífices modernos, provisto de un gran orgullo y con aires de autosuficiencia absoluta, toma asiento en el solio Vaticano en 1878, con humildad de difunto lo abandona en 1903. Es coronado un tres de marzo, en ese momento solemne asciende al trono mientras el coro canta la antífona: Corona aurea super caput ejus. Seguidamente, el Subdiacono del Colegio Sagrado, Cardenal Di Pietro, entona el Pater Noster, y después lee la plegaria, Omnipotens sempiterne Deus, dignitas Sacerdotii... El Segundo Diacono remueve la mitra de la cabeza del Pontífice y el Cardenal Mertel se aproxima con la tiara. Al colocarla sobre la consagrada cabeza pronuncia: Accipe thiaram tribus coronis ornatam, et scias te esse Patrem Principipum et Regnum, Rectorem Orbis, in terra Vicarium Salvatoris Nostri Jesu Christi, cui est honor et gloria in sæcula sœculorum. (Recibe la tiara adornada con tres coronas, sabiendo que eres el Padre de los Príncipes, Regente del Mundo, Vicario de Nuestro Salvador Jesucristo en la Tierra, para él sea el honor y la gloria para siempre.) ¡Viva el Papa León XIII! Aun después de casi dos mil años de persecución cristiana a otros credos, centurias de Inquisición y más de cien años después de los derechos constitucionales, la Iglesia Católica se opone a los derechos humanos y a la democracia. Este jerarca de la santa Iglesia de Roma dicta que los hombres al crear su propio sistema político, contrario a los dictámenes del Catolicismo, abogan por doctrinas perniciosas y demoníacas tales como: "todos los hombres son similares por raza y por cultura, de la misma manera tienen igual derecho a controlar sus vidas; que cada uno es el dueño de su vida y que cada uno es libre de pensar sobre cualquier tema que uno elija ... Un gobierno basado en tales ideas no es ni nada más ni nada menos que la voluntad del pueblo y esto debe ser combatido, expresa en bulas y cartas el León rampante. Semejantes libertades no sólo son absolutamente absurdas a los ojos del Papa, sino totalmente demoníacas. Desde el momento que a la autoridad de Dios se le pasa por encima en silencio, como si pudiera haber un gobierno cuyo origen y poder no residiera en Dios mismo. La libertad total del pensamiento y el hacer saber sus pensamientos no es un derecho del ciudadano. Es ilegal demandar, defender u otorgar incondicionalmente la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y la libertad de religión como si estos fueran derechos dados por la naturaleza al hombre. La libertad de culto es la peor de la libertades, no puede ser suficientemente maldecida o aborrecida. Comentarios contra la democracia y los derechos humanos se deben a que para el Papa cualquier sistema político que no estuviera bajo el control del Vaticano es considerado como una desobediencia a su dios. El dice"... el maestro supremo de la Iglesia es el Pontífice Romano. Por lo tanto la unión de las mentes requiere un completo acuerdo con una fe, la completa sumisión y obediencia a la voluntad de la Iglesia y al Pontífice Romano como a Dios mismo." El poder de Roma toma la iniciativa de ataque contra la libertad de conciencia. El Papa León XIII es el iniciador de los planes que serian llevados a cabo por los próximos papas durante el siglo XX. En el segundo año de su reinado hizo acuñar una medalla con la inscripción: LA NACIÓN O REINO QUE NO ME SIRVA PERECERÁ. Estas son apenas unas pocas perlitas de la institución más sanguinaria, intrigante y corrupta que en el mundo ha sido: El Papado. Pero perdón, no seamos tan injustos. De toda esta pléyade de pontífices de la estupidez, la ignorancia, la mentira y la desgracia, se rescata la obra de uno de ellos. Aunque fue llamado El martillo de los judíos y le dio un gran impulsó a la Santa Inquisición, legó a la humanidad un utilísimo tratado culinario. Se trata de San Pío V, quien escribió Los secretos de mi cocina. Dicha obra contiene suculentas recetas para preparar faisanes y otras aves, mariscos, ensaladas y unos aderezos que pueden considerarse como los precursores de las salsas de hoy. Además dedica un capítulo a la preparación de deliciosos postres, donde utiliza ingredientes como: uvas, leche de cabra, frambuesas en trocitos y miel. Como si esto fuera poco, este gran tratado de la culinaria universal trae la fórmula para la preparación de una especie de suero a base de sandía, endulzantes, sal y agua. Tiene propiedades medicinales en casos de envenenamiento, disentería o excesos en comidas y bebidas. A los demás 263 papas (¿y futuros?) nada se les rescata. Por ser fuentes de inagotables padecimientos y mentiras, mejor hubiera sido para la humanidad (y para ellos mismos) que jamás hubieran existido. No existe sobre la faz de la Tierra ni en los confines del Universo, otra circunstancia donde más aflore la estupidez humana en su máximo esplendor, que la muerte y la elección de un Papa. Las ceremonias, los rezos, los lloriqueos, las alabanzas por el finado y las adulaciones al nuevo, constituyen la parafernalia más idiota que la raza humana pueda montar. Adornado con crespones carmesí e iluminado con velones de fuegos fatuos, el mundo entero es el escenario de un circo. Se abren los armarios de la utilería teatral de la iglesia. Mitras, capelos, bonetes, estolas, capas, sotanas, tiaras, báculos, brocados, armaduras, anillos, filigranas, piedras preciosas, alfombras, reclinatorios, confesionarios, incensarios, candelabros, custodias, cálices, copones, sagrarios, patenas, vinajeras, cúpulas, oleos… Se levanta el telón, comienza la función. El histrionismo clerical se esfuerza en hacer su máxima representación. Negro, negro, negro sale el humo de la chimenea. Al fin sale blanco, en retoques las campanas anuncian la buena nueva. ¡Habemus papam! Hosanna en la Tierra y en el Cielo. El boato impacta las gregarias mentes. La estupidez se sublimiza, se convierte en fe. Al imperio Vaticano llegan jefes de naciones y jerarcas de iglesias de todos los rincones del mundo. La ignara muchedumbre por millones se aglomera. En sollozos y suplicas entregan a la tierra y a los gusanos los despojos del que partió, y con vítores y sonrisas le abren los brazos al que llegó. Cree la estulta multitud que estas actitudes agradan al Cielo y se las compensará con dadivas terrenales y celestiales. Arriada como rebaño de asnos, la humanidad entera se conmueve, inclusive la de otros credos. El novelón da hasta para catalogar de milagro cualquier sanación que puede darse con Acetil salicilico. ¡Qué lo canonicen!, gritan. Ahí está pintado, así es el mundo. Y continúa el mundo en su infancia, todavía cree que los Papas son infalibles y que los dioses reinan. La superstición inventó las divinidades, el antropomorfismo les dio vida y la estupidez los fingió reyes. No se extingue ese funesto atavismo social, que atribuye a Dios, inmiscuencia directa en el gobierno de las sociedades humanas. A las religiones, la humanidad no le debe sino atraso, lágrimas y sangre.

No hay comentarios.: